La Creación

Y primero la Vida despertó, y dijo: "He aquí el lugar donde he de crear". Y al volver el rostro observó a su hermano, la Muerte. Y él le respondió: "Pero todo lo creado ha de tener un final"

23 de julio de 2012

Todos los Dioses de Erthara



¡Saludos, viajero inquieto!


A falta de un mes para que este blog cumpla un año de andadura, los autores seguimos trabajando con constancia e ilusión en nuestros proyectos literarios. A lo largo de este año hemos estado presentarnos una serie de relatos ambientados en el continente de Aranorth pero el principal relato de Erthara es “Sangre de Hermanos”, cuyo libro seguimos trabajando y cuyo primer capitulo está colgado en este blog.

Hacemos unos días, un lector del blog nos hizo llegar su opinión sobre el primer capítulo que hemos decidido compartirlo con vosotros. Desde aquí muchas gracias a Severussnape por hacernos llegar su opinión, porque nos sirve mucho para seguir trabajando y saber por dónde vamos. ¡Mil Gracias!



“Le he echado un vistazo al blog, he ojeado el mapa y me he leído entero el apartado de razas y pueblos de Erthara, el mundo que habéis creado me parece realmente bueno, y tiene una estructura muy interesante. Además lo que he leído está genialmente escrito. Me ha parecido especialmente interesante la historia de los hombres del desierto. 

Me he leído el apartado de la mitología de Erthara, está muy currada también, me gusta el estilo épico que conseguís imprimir a la narración, que al mismo tiempo es coherente consigo misma. Cuando los dioses abandonan el mundo, es como si cerrara un círculo perfecto que al mismo tiempo recuerda a nuestra propia mitología/religión, y mola. “




“También me he leído el primer capítulo y me ha sorprendido gratamente. Me recuerda a CDHYF, quizá por tenerlo muy reciente, las descripciones, aunque elaboradas no se hacen pesadas y resultan evocadoras y la historia consigue interesarte y eso ya me parecen logros muy importantes. 

Me gusta del capítulo que leí, que empieza con Ewen, en el momento antes de que la acción se traslade con Deryân, el diálogo que mantiene con uno de los soldados, cuando este le dice: "No malgastes tu tiempo. Está muy por encima de tus posibilidades" suena muy a tópico, pero el diálogo lo salva en originalidad Ewen cuando dice "No me acercaría a ella ni aunque rogaran por ello todos los dioses de Erthara. La historia de momento es interesante, y la narración es muy buena. Sobre los personajes, al haber leído poco no puedo decir mucho, pero me causan buena impresión varios perfiles como el de Aleth, el desertor, o la madre de Shaira y Alye, que me hacen pensar en personajes con muchos claros y oscuros.”






Si aún no has leído el primer capítulo, y quieres hacerlo y darnos tu opinión, puedes hacerlo:







Y, esto es todo por hoy, esperamos pronto traer novedades. ¡Que la gracia de todos los dioses de Erthara caigan sobre vosotros!

17 de julio de 2012

El Pastor del Bosque Rojo


Quinientas hojas de resplandor
Ancestral espíritu guardián
del bosque de los árboles de fuego,
junto con el guerrero acude a luchar.
Gracias a la doncella,
el encuentro tiene lugar.
Por una parte,
el que del Bosque Rojo cuida,
el pastor.
Y, por otra,
el que la Espada porta,
el guerrero
la espada que fue negra y ahora resplandeciente…
[…]


Hacia la puesta del sol, la doncella se detuvo con su caballo cerca del claro.
Los elfos estaban cantando y sus voces lanzaban una melodía sentimental tan antigua y maravillosa que los corazones se reconfortaban y las penas se olvidaban. La melodía sumergió a Aeris en un sentimiento de añoranza y melancolía mientras el viento ondeaba sus cabellos.
Estaba en Bosque Rojo, el bosque que le había visto crecer hasta que partió cuando era joven. Era un bosque hermoso en el que un linaje de elfos de los bosques había vivido desde tiempos inmemoriales, agrupado en pequeñas aldeas en los escasos claros, generalmente despejados por ellos mismos, que poseía el inmenso bosque. Había muchos linajes de elfos en Erthara pero de entre todos, y a pesar de que no pertenecer al linaje de los Elfos del Equilibrio del norte de Aranorth, aquéllos amaban los bosques tanto o más que éstos.
El canto de los elfos cesó. Consciente de que había sido descubierta, Aeris esperó, deseando que la recordaran a pesar de su cambiado aspecto. No habían pasado más de quince años tras su marcha, pero su aspecto había cambiado bastante. Los humanos crecían más rápido que los elfos y vivían menos años que ellos. La muchacha no tenía las ropas limpias y pulcras que había llevado durante su infancia ni el semblante inocente y tímido. Había pasado meses durmiendo a la intemperie y era más independiente y segura de sí misma. Intentó mantener la compostura intentando aparentar seguridad en sí misma pero ésta se desmoronaba a cada minuto que pasaba.
Tenía los ojos húmedos cuándo una mujer elfa se dirigió ante ella.
—¡Salud viajera! —saludó con talante hermético y ambiguo.
Consciente de que estaba rodeada, Aeris tragó saliva. Era Vanadessis, la que en su día había sido su mejor amiga.
— ¿Qué os trae por estos bosques en estos tiempos de incertidumbre?
Aeris suspiró desanimada… ¿No la había reconocido? ¿Había vivido toda su vida en el bosque para que, después de aquellos años de ausencia, todos la hubieran olvidado?
—No… no soy una simple viajera —consiguió articular, recordando su misión. Esperaba que su voz no hubiera cambiado tanto como para no ser reconocida tampoco de este modo; empezaba a pensar que la tristeza que la embargaría de ser así no sería capaz de soportarla—. Me envía Igalin Sulet, es necesario que…

—¿Aeris? ¿Eres… eres tú? ¿Aeris Niramar? —Vanadessis preguntó con tono dudoso.
Ante la pregunta, Aeris no pudo más que asentir. Miró a su amiga y al no sentir el paso de los años en su rostro se sintió una joven adolescente de nuevo, sin problemas, sin complicaciones, sin preocupaciones mayores que el llegar a casa a comer o el conseguir apuntar con el arco mejor que el resto. Durante unos instantes sintió que nada había cambiado.
—¡No entiendo cómo no te reconocí antes! ¡Sabía que me eras familiar! Pero… has cambiado tanto… No pareces la misma… —dijo su antigua amiga.
—Me han pasado muchas cosas durante este tiempo –consiguió decir Aeris mientras la felicidad le embargaba.
—Te despediste para no volver, ¿qué te ha traído entonces aquí? —preguntó Vanadessis, sin esconder su alegría, pero tampoco su curiosidad.
—Vengo en busca de información. Por mandato de Igalin Sulet, debo encontrar al Taí Akado del Bosque Rojo. Tenemos que esta tierra sea completamente asolada por la guerra que viven los campos de Kelthist y requerimos su ayuda — explicó con expresión dura.
Los elfos la miraron desconcertados
—Celeval sabe dónde está. Creo que es uno de los pocos que aún se comunica con los akados –respondió Vanadessis. Al oír el nombre de su “abuelo” a Aeris le dio un vuelco el corazón. Ya había sido dura la primera separación, no se sentía capaz de aguantar otra.
Sin embargo, comprendió que no tenía más remedio que enfrentarse al viejo elfo. Aeris asintió levemente y se dirigió hacia un claro cercano donde se hallaba Celeval practicando con el arco mientras canturreaba una canción que llenó de nostalgia el corazón de Aeris.
El elfo se giró al notar la presencia de ella. La reconoció al instante y, un segundo después, la abrazaba fuertemente agradeciendo a los dioses del Bosque el volver a verla. La joven le devolvió el abrazo con tristeza mientras intentaba serenarse para transmitirle a su abuelo el motivo de su visita. El elfo no hizo preguntas, ni se hizo de rogar. La breve mención de Aeris a la autoridad que la enviaba fue más que suficiente. Aunque sin haber estado provista de ello tampoco se hubiera negado.
No más de una hora más tarde Aeris se encontraba ya ante el Akado, el mitológico ser protector del Bosque Rojo...


“Creía haber visto la luz que guiaría mi destino, pero no fue hasta el momento en que te conocí cuando tu mirada radiante desbancó aquella luz transformándola en una oscuridad terrible comparada con la luz que emanaba de ti. Mis días a veces eran una carga de tanto tiempo como había tenido que soportar las heridas y fatigas de Erthara, pero ahora cada día es un regalo, el poder levantarme y ver tu oscuro cabello sobre la almohada, tus mejillas y tus labios color carmín…no hay mejor despertar que el que yo tengo junto a ti cada mañana. Pero ahora la guerra nos separa y no te tengo aquí cerca y todo es oscuro y frío…Annamel no puedo estar mucho más sin ti…el devenir del tiempo se ralentiza y no aguanto ni un instante más tu ausencia…llámame tonto pero tanto aquí como allí, no podría estar sin ti.
Un beso tierno e intenso, Igalin Sulet”
Situado en una de las torres de vigilancia, dejó volar a la paloma que le llevaría el mensaje a su esposa, que se hallaba en el norte, en la guerra. Mientras veía el ave cruzar los cielos en dirección a su destino, la mirada del Naedre se quedó mirando en la lejanía la llegada del ejército invasor.
El día había amanecido con bruma matinal. Una tensa expectación embargaba en el bosque al pensar en el inmediato futuro y en lo que éste los traería. El ataque de Tet Wup a sus posesiones en el bosque la había presentido Igalin algunas noches atrás, había querido que, cuando el ejército llegara a las murallas que protegían aquel palacio donde vivía y que él mismo había construido, lo vieran a él, una sombra que les retaba a sentir su poder. Sin duda, el Naedre, poseedor del arrebato de los antiguos Hombres-Dragón, no estaba dispuesto a que el hogar en donde había puesto tanto de sí, cuidando su estética, su distribución y su belleza, cayera contra el enemigo.
A lo lejos el ejército invasor se acercaba. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de las murallas exteriores, Igalin dio entonces las órdenes pertinentes a los centinelas de las murallas, no les quedaba más remedio que contener el ejército invasor para hacer tiempo a la llegada de los refuerzos. Había pedido la ayuda de Darlak y sus hombres, pero también había recurrido a un antiguo poder del mundo, los Akados.
Fue entonces cuando un potente chorro de luz abrasadora se lanzó al encuentro del enemigo, cegándole. Aquella luz provenía de las torres que protegían la muralla, y su origen era una gema gigantesca situada en cada de ellas, la cual hacía rebotar la luz acumulada en ella hacia un espejo generando aquel chorro de luz, un rayo de energía que se podía dirigir contra lo que se apuntase. Esto pilló de sorpresa al enemigo y durante un buen rato los hizo retroceder hasta que se dieron cuenta de que la luz abrasadora no duraba eternamente sino que se terminaba y no se podía volver a usar hasta que la gema se recargarse de nuevo.
Los hombres de Tet Wup prepararon sus catapultas para arrasar las murallas de la ciudad del bosque. El brazo de la primera catapulta se alzó acompañado de un sonido vibrante y lanzó una roca de gran tamaño que surcó en el aire con un balanceo aparentemente grácil y despreocupado.
Unos sonidos de cuernos lejanos irrumpieron entonces en el ambiente. El rostro de Igalin cambió de repente pues supo que se trataba de la compañía de Darlak Marbail.
El caballero, al frente de un ejército, tomó en sus manos un gran cuerno y sopló tan fuerte que el sonido se propagó por todo el bosque, como el rugido de un trueno antes de la tempestad. Y se lanzaron hacia delante, en busca del ejército que en aquel momento estaban preparando las catapultas para arrasar las murallas. Darlak cabalgaba hacía ellas al tiempo que éstas le daban la bienvenida. En pos de él iban sus hombres, aquellos que habían combatido por la defensa de la capital del reino y que había fracasado al intentar echar de aquellas tierras al ejercito de Tet Wup.
“Has acudido a mi llamada, mi buen amigo Darlak”, susurró Igalin
El caballero llegó al camino que conducía a la Puerta Sur de la ciudad donde las tropas enemigas se hallaban atacando la ciudad. Su táctica era sencilla: atacarles directa y contundentemente. Moderando el galope de su caballo, junto a una parte de su compañía buscó a los enemigos que se hallaban en la retaguardia pillándoles de sorpresa. En encuentro fue directo y agresivo. Sintió entonces un furor demente, deseoso como estaba de hacerles caer rápidamente, como si la sangre hirviera en su interior, la sangre guerrera de los caballeros de Kelthist. Un poco más adelante, la otra parte de su compañía había avanzado para atacar el flanco delantero de las tropas enemigas y, en las cercanías de los muros, los hombres de Caragan lucharon entre las catapultas, matando enemigos empujándolos hacia el fuego que aún quedaba en los muros, generado antes por las gemas de las torres defensivas del Palacio del Bosque, el hogar de Igalin.
Y, encima de ellas, el Naedre dio órdenes a sus centinelas para que lanzaran lluvias de flechas, las cuales iban directas al flanco central del ejército enemigo.
Rápidamente el ejército defensor se halló con el control de la batalla pero no consiguieron desbaratar completamente el asedio ni reconquistar la Puerta del Sur del Palacio del Bosque. La disputa entre ambos ejércitos parecía equilibrada y Darlak veía que el desenlace podría deparar cualquier cosa.
Un temblor quebró entonces la tierra. El suelo temblaba mientras los gritos de temor se extendieron por el campo de batalla. Todos miraron hacia el norte, una sombra de desconocida naturaleza avanzaba entre los árboles y el sol, surgiendo entre las ramas de los árboles. Los Akadome, los guardianes de los árboles, acudían a la defensa de la ciudad del bosque en respuesta al ruego del señor del mismo, Igalin Sulet.
Así fue como, traído de lo más profundo del bosque, el Taí Akado, un ser tan antiguo como la misma tierra, Guardián de la Naturaleza, llegó al campo de batalla. Su naturaleza monstruosa y su gran tamaño causaban pavor. Los Akadome eran seres fascinantes, legendarios y formaban parte de la naturaleza misma. Podrían adquirir el aspecto que quisieran. En aquella batalla, bajo la apariencia de fieros y enormes bisontes, rodearon rápidamente a las fuerzas enemigas y, aunque algunas flechas llovieron sobre ellos, no les afectaron en absoluto. Sobre el Taí Akado iba una bella doncella, tan brillante como el mismo sol que la iluminaba y, con ella, portaba su arco presto para la batalla. Aeris Niramar había cumplido su misión.
Los Akadome consiguieron alejar la batalla de los muros del Bosque. Fue entonces cuando Darlak cruzó la mirada con Taí Akado, el caballero quedó impresionado por la majestuosidad de aquel ser.
—El Bosque hoy ha sido salvada del saqueo gracias a ti, pastor del bosque. Agradezco que hayas acudido a la batalla.
El ser no dijo nada, pero Darlak vio que, en su horrendo rostro se dibujaba una sonrisa, algo que no olvidaría jamás.


© Susana Andrea Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

8 de julio de 2012

Fuego de Muerte


La noche se había adueñado del mundo nuevamente. La oscuridad del cielo se reflejaba sobre las aguas danzantes, antes teñidas de rojo, y ahora completamente negras. Caminaba a lo largo del pasillo que llevaba a su camarote, en un estado de semiinconsciencia provocado por la evidente pérdida de sangre, y al llegar a la puerta, estiró la mano acercándola al manillar sin conseguir encontrarlo. El destino vino en su auxilio. La puerta se abrió desde dentro, y la doncella que salía entonces dejó escapar un grito, y se apresuró a recogerla en el momento en el que se desplomaba frente a la puerta.

Despertó pasadas apenas unas horas, y se incorporó en la cama algo dolorida. Deslizó su mano por la herida, y sintió la suave tela que cubría la zona a modo de venda. Al menos el sanador había hecho su trabajo. La herida no había sido grave de por sí, y ella lo sabía. Pero había perdido demasiada sangre, preocupada como estaba por atender a Sasya e Hanië... Se envolvió en la sábana y se levantó de la cama, sin poder reprimir un gesto de dolor.

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron.

–¡Adelante! –dijo, y su voz le sonó extrañamente apagada y ausente.

La puerta se abrió, y un joven soldado apareció ante ella.

–Mi Señora. Lamento molestaros en vuestro descanso… –balbuceó al verla – Pero es importante. Un barco se ha acercado a nosotros en la oscuridad. Desde el este. Portaba bandera de Angh, y respondió correctamente a las señales establecidas de seguridad. Un Señor de Angh pregunta por vos.

No quiso reflejar la sorpresa que la noticia provocó en ella. Se dio la vuelta y se acercó a una silla, sintiendo cómo las fuerzas le fallaban nuevamente. Se sentó, y miró nuevamente al soldado.

–Has hecho bien. Pero no me encuentro con fuerzas de momento para salir a cubierta… No quiero que me vean así… Le recibiré aquí.

–Como deseéis, Mi Señora –dijo el soldado con una reverencia. Pero Adanha pudo ver el miedo en sus ojos.

Había sido una dura derrota. Sasya al borde de la muerte. Hanië apenas un poco mejor. El miedo era sin duda reflejo de la caída de los ídolos y los símbolos. Aquellos que habían llevado a aquél soldado a luchar hasta la muerte. Y el miedo era el peor enemigo para su voluntad.

Se levantó nuevamente, y se cubrió con una bata. Un nuevo esfuerzo, y el cansancio regresó, golpeándola como una maza. Se sentó en la silla, y se recogió los cabellos. El espejo le devolvió una imagen a la que no estaba acostumbrada. Sus ojos parecían hundidos en el dolor, y su rostro era una pálida máscara sin vida.

La puerta retumbó nuevamente, y se abrió casi al instante. Un hombre apareció ante ella. Un hombre que no había visto nunca. Vestía los emblemas de Angh bajo un manto de color verde oscuro, y sus ojos negros la observaban asombrado.

–Dama Shanadae… –dijo con voz profunda.

Ella guardó silencio mientras sus ojos escudriñaban la mente del hombre.

–Os envía Hatharion. Mas llegáis tarde. La batalla ha concluido, y muy dolorosamente como podéis ver, Arham.

No pareció sorprendido por sus palabras.

–Señora, las historias de la belleza y la sabiduría de la Estrella de Angh apenas os hacen justicia –respondió –. Sé que llego tarde. Daría cualquier cosa por haber llegado antes y haber podido responder en la batalla. Pero no es tarde para la venganza, Mi Señora.

Los ojos de ella se iluminaron un instante, que desapareció de nuevo entre las sombras.

–¿Venganza? –preguntó, y luego repitió como para sí misma… - Venganza…

–¿No deseáis la venganza?

Ella sonrió entonces, endulzando su rostro.

–La deseo –respondió –. Pero también se que pagaremos un alto precio por ella...

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–¡Señor! ¡Mi Señor! –el muchacho corría entre los corredores de tiendas que se alzaban a derecha e izquierda. Llevaba los cabellos rubios manchados de ceniza, y un leve tizne de sangre en su mejilla, mientras corría con todas sus fuerzas gritando a través del campamento oculto en las laderas de Orod Oiolossë – ¡Fuego, Mi Señor! –gritó de nuevo con todas sus fuerzas.

Un anciano salió rápidamente de una de las tiendas, y observó el humo que provenía del lugar donde estaban situadas las tiendas para los heridos.

–¿Qué ha ocurrido muchacho? ¿Nos han atacado? –el anciano sanador no acertaba a comprender la crueldad que podría haber llevado a alguien a incendiar repentinamente las tiendas que albergaban a los heridos en la batalla.

–¡Me envían a buscaros, Mi Señor! El fuego ha estallado desde dentro, y nadie es capaz de entender qué ha ocurrido… Hay… muchas bajas, Mi Señor –tartamudeó finalmente el muchacho, incapaz de describir lo que había visto.

El humo era testigo mudo de la tragedia. El humo, y los cadáveres calcinados que yacían todavía sobre literas teñidas de negro. El olor… el olor nauseabundo a carne quemada impregnaba todo el lugar. Algunos hombres, fieros soldados en la batalla, apenas podían contener el vómito mientras observaban desconcertados la dantesca escena. El rubio aprendiz de sanador se deslizó entre los árboles siguiendo su ejemplo, mientras el sanador apenas podía dar crédito a lo que veía.

–Deberíais ver esto… –dijo una voz grave a sus espaldas.

El anciano se volvió sobresaltado.

–Señor Arham –murmuró – ¿Vos sabéis que ha ocurrido?

–Deberíais ver esto… –repitió el hombre, y se encaminó hacia los restos calcinados de una tienda apartada del resto.

El anciano siguió al hombre sin decir nada más. “Parece confuso”, pensó, “pero ¿acaso yo mismo no lo estoy?” Restos de sábanas negras y grises cubrían un cuerpo tendido en el suelo. Arham se arrodilló ante el cuerpo, y retiró los restos que lo cubrían con cuidado de no acercarse demasiado. Retrocedió bruscamente ante las llamas que se alzaron de nuevo y con renovadas fuerzas.

–El fuego… –murmuró el anciano, mientras retrocedía con temor reverente.

–Vos deberíais saber qué debemos hacer… –dijo Arham, incorporándose.

El sanador miró al hombre como si fuera un loco. “Qué demonios…” Arham adivinó las intenciones del anciano, y desenvainó su espada.

–La vida de la Dama de Angh es más importante que la de cualquier otro de esta Compañía. Podríamos volver a Angh sin un solo soldado, y nada ocurriría. Pero si volvemos sin ella, la muerte será la recompensa a nuestra hazaña… Quizás prefieras ir pagando con la tuya, curandero.

–Pero… si ni siquiera podemos acercarnos a ella… El fuego que la cubre no nos dejará siquiera atenderla…

–Encuentra la manera, anciano. Encuéntrala, porque tu vida depende de ello.

–Sólo hay alguien que podría acercarse a ella, Señor Arham. Vos lo sabéis. Y quién sabe ahora mismo dónde estará…

Arham miró nuevamente el cuerpo de la Aenari. Sus rubios cabellos irradiaban destellos de luz bajo las llamas. Envainó la espada asintiendo levemente.

–Enviaré mensajeros a buscarlo. No está lejos.

Y el anciano se estremeció.

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Negros rumores inundaban el campamento. El fuego se había llevado consigo muchas vidas, pero también la esperanza. Apenas habían pasado unas horas, pero el lugar todavía se encontraba anegado de cenizas y aguas negras. Rescoldos de brasas ardían aún amenazando con volver a desatar el infierno de las llamas. Hombres cubiertos de hollín y sangre corrían de un lado a otro, arrojando cubos de agua sobre las brasas. Y entre ellos, Arham mismo montaba guardia ante el cuerpo de la Estrella de Angh.

Un sonido cada vez más cercano de cascos al galope anunció la llegada de la ayuda que esperaba. Guiado por el anciano sanador que atendía la Compañía de la Muerte Susurrante llegó finalmente a su encuentro Hatharion, Gran Señor de Angh. La sombra de su ser le precedía, y Arham se volvió al sentirla sobre él como una losa.

–No se si llegáis a tiempo, Mi Señor Hatharion –dijo entonces –. Lleva horas ardiendo…

Pero Hatharion no respondió. En silencio, se arrodilló junto al cuerpo tendido en el suelo, y retiró con cuidado los restos abrasados que lo cubrían. Luego, mientras el fuego de ella lo envolvía también sin dañarlo, la incorporó levemente. Ella entreabrió los ojos, y pareció por un momento que lo reconocía. “Ades…”, susurró.

–Regresa, Shanadae – dijo – Controla tu fuego y vuelve a la vida, con el poder que Eda te ha dado.

Ella se estremeció entonces “Vuelve a la vida, Shanadae”, y poco a poco las llamas que los envolvían se fueron extinguiendo. Hatharion posó la mano en su frente, y su mirada furiosa se enfrentó al sanador.

–Tiene fiebre –dijo incorporándose con ella entre sus brazos – ¿Cómo es posible que no te dieras cuenta?

El anciano tartamudeó, sin saber muy bien cómo explicarse…

–Mi Señor… La Dama se encontraba bien. Sus heridas habían sido curadas… Podéis comprobarlo vos mismo… –tartamudeó el anciano.

–¡Haldor! –gritó Hatharion, y de entre las sombras se acercó un elfo que había estado observando la escena con una sonrisa irónica –. Atiende a Shanadae. Procurad que baje su fiebre, pues sin duda es posible que todo vuelva a arder…

La sonrisa de Haldor se esfumó, al tiempo que tomaba el cuerpo de Shanadae para llevarlo a una de las tiendas. Y mientras el anciano, simplemente temblaba.

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–Mi Señor. La Dama Shanadae descansa en estos momentos. Su sueño es intranquilo, pero la fiebre esta remitiendo finalmente…

–Dime, Haldor. ¿Cuál ha sido la causa de la fiebre?

–Una herida no curada, Mi Señor. La Dama sin duda fue herida en la primera batalla de Blath Laidir, y esa herida no fue atendida debidamente. Parece ser que la Dama atendió personalmente a la Señora Sasya, y a la Doncella Hanië. O eso es lo que dicen. Cuando llegó el Señor Arham, la Dama Shanadae no se encontraba preparada para una nueva batalla. Pero vos la conocéis, Señor… Ella no iba a dejar de intervenir…

–Es orgullosa, lo se.

–Pero… Mi Señor. Esta herida podía haber sido tratada a tiempo… No quisiera molestaros, pero las heridas de flecha que ella recibió han sido bien cerradas y tratadas. Alguien pasó por alto la herida anterior… No se cómo ha podido pasar.

–Está bien, Haldor. Se muy bien cómo ha podido pasar, y tus palabras sólo confirman mis sospechas. Haz que traigan al curandero.

–Como ordenéis, Mi Señor –respondió Haldor con reverencia.

“¿Dónde nos ha llevado este juego, Shanadae? Hace tiempo que recibí tu última carta, llena de recuerdos, de preguntas y esperanzas. Y ahora… Ambos sabemos que ha ido demasiado lejos. Ha llegado el momento de terminar con esto, Shanadae”

La luz del mediodía precedió al regreso de Haldor, seguido del anciano y Arham, pero Hatharion no apartó la mirada del rostro de Shanadae, sumido en sueños inquietos.

–Para quien trabajas anciano –una sombra cubría nuevamente la entrada, y Hatharion alzó la mirada hacia ellos –. Di lo que sepas, y así al menos cruzarás sin mentiras las puertas de Ades.

–Mi Señor… No sé de qué me estáis hablando… Yo sólo trabajo para Angh… ¿acaso lo dudáis, Señor? Yo sólo soy un simple curandero…

La risa profunda de Hatharion inundó la instancia, sobresaltándolos.

–Un simple curandero… Y un sacerdote de Tossub también, supongo. Se muy bien el rencor que guardáis hacia Shanadae, pues ella se opone abiertamente a vosotros, sin duda alguna. Pero jamás pensé que llegaríais a esto…

–La Dama Shanadae se opone a nosotros. Es cierto. Mucho hemos hecho nosotros por contribuir al orden en las tierras de Angh, y ninguno de los Grandes Señores se digna siquiera a valorar nuestra labor –escupió las palabras, y pareció haber recuperado el aplomo –. Esta mujer se ha reído de cada uno de nosotros, y no he de negar que a todos nos gustaría verla muerta. Pero eso no significa que no aprecie mi vida…

–No debes apreciarla mucho –sentenció Hatharion –. Shanadae estaba herida antes incluso de llegar a esta última batalla, y no la has atendido. Eso se llama traición. Y se paga con la muerte.

El anciano palideció. Sus ojos se nublaron y cayó de rodillas ante el Aenari, intentando suplicar por su vida, pero de nada habría de servir. Traición. Muerte.

La puerta se abrió nuevamente, y el joven aprendiz de rubios cabellos entró corriendo en la tienda interponiéndose entre el Aenari y el anciano.

–He sido yo, Mi Señor. Yo he sido quien atentó contra la Señora –los ojos grises del muchacho le recordaron a alguien. La mirada profunda, segura y sin miedo –. Pero vos mismo lo ordenasteis…

–¡Cómo te atreves, bastardo! –bramó Hatharion, y los cimientos de la tierra parecieron temblar acompañando la ira de su voz –. ¡Jamás he ordenado nada semejante!

El joven pareció dudar… Miró a los ojos de fuego del Aenari, y comprendió tarde que había sido engañado. Un mar de lágrimas se derramó de sus ojos mientras recordaba…

“Ella debe morir”, decía la dama de mirada gris, “El Gran Señor de Angh así lo desea. Pero ninguno de nosotros puede hacerlo, pues sus seguidores intentarían vengarse sin duda… y se desataría una guerra interna que acabaría con todos nosotros. ¿Puedo confiar en ti?” Se había dejado engañar por las dulces palabras, por el cálido aliento presa de esos rojos labios, por la mirada de niebla enmarcada de noche estrellada… Ahora sólo quedaba llorar. Llorar y suplicar por su vida.

–Mi Señor… La Dama… –intentó explicar. Pero Hatharion ya lo sabía. Mormithril brilló un segundo con la luz del sol. El nombre murió entre sus labios, y en su lugar surgió un borboteo sangriento, al tiempo que caía fulminado con la garganta abierta como una gruta roja en su cuello.

El rostro del anciano era una máscara de terror, mientras sentía el sabor de la sangre del muchacho en sus labios. Ni siquiera vio acercarse la espada teñida de rojo, pero sintió cómo se adentraba en su vientre, y al bajar la mirada, observó incrédulo como abandonaba su interior arrojando al suelo sus vísceras calientes.

–Mi Señor, ¿vos sabéis quién ha ordenado esto? –preguntó Arham confuso.

–Lo sé. Pero Shanadae jamás debe saberlo, o su furia nos arrastrará a todos en su venganza.

–¿No diréis el nombre entonces?

–El conocimiento es poder, Arham. Pero en este caso… también puede significar tu muerte. No diré su nombre.

Pero mientras abandonaba el campamento de la Muerte Susurrante, en su mente sólo aparecía la imagen de la Dama de Ojos Grises. Nyesel. El juego había llegado demasiado lejos…

1 de julio de 2012

Emboscada fatídica


¡Saludos Viajeros!


Hacía tiempo que no os traíamos un relato ambientado en las tierras del sur de Aranorth. Continúa la guerra entre Kelthist y los bárbaros de Tet Wup (al mismo tiempo que el libro Sangre de Hermano sigue escribiéndose jejeje) ¡Que lo disfrutéis!


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Situado en lo alto de una roca situada al pie de la Colina Blanca, el viento hacía ondear su rubia melena. Su rostro, cansado, reflejaba el dolor que intentaba esconderse detrás de su alma.
Su mirada se había posado en el horizonte. Coloreando su cuenca visual se hallaba la gran floresta de Bosque Rojo y, en el borde norte del mismo, se hallaba Nailis, la capital, el corazón del reino que dos semanas atrás tuvo que defender del ataque de Tet Wup. El sentimiento que últimamente estaba creciendo en él le mantenía de pie aquella tarde, ese sentimiento que le devolvía la firmeza y el brío en un remolino de emociones constantes y excitantes... la batalla.
“El viento trae la llamada. Ya ha llegado el día”.
Hay épocas en la vida en las que se pierde la dirección del camino marcado, hasta que llega el momento decisivo en el que hay que luchar por la misma existencia, el momento en el que el orgullo de un guerrero ha de jugarse en el campo de batalla. Y es en ese momento cuando descubres que tienes una razón para seguir ese camino que te marcaste o para seguir uno nuevo que aparece en el horizonte.

Horas después, en la Sala de Juntas del rey de Nailis, varias personas se reunían para dilucidar asuntos de suma importancia. El salón de forma cuadrada no era muy amplio pero aún así aquel día no estaba lleno. En la robusta mesa situada en el centro estaban sentados los asistentes a aquel comité de urgencia.
—No entiendo porque presides tu esta reunión —le dijo un hombre rechoncho a otro hombre de melena rubia situado en la otra esquina.
—Irunen, ya sabes que el Rey se halla luchando contra los bárbaros en las tierras de Tet-wup y, en su ausencia, yo soy el gobernador provisional—le respondió Darlak Marbail, el hombre de la melena rubia. Se sentía un poco incómodo ante la apreciación de Irunen Saldar, uno de los nobles de Nailis. Aquel hombre no era más que un parásito que ambicionaba subir al poder como fuera.
—Quien presida este comité provisional es lo de menos, lo importante es que, aunque se logró impedir el saqueo de esta capital, aún no estamos fuera de peligro – dijo Annamel que asistía en el puesto de su esposo al que había tenido que obligar a quedarse en casa pues aún estaba débil para una nueva batalla.
—En Nailis agradecemos la ayuda ofrecida pero considero que nosotros somos capaces de defender esta ciudad mientras Eartan, el rey, regresa del norte – Irunen no estaba del todo conforme con la presencia de Darlak y sus tropas en la ciudad.
—Las fuerzas de Tet Wup no fueron derrotadas del todo y no dudes en que aún siguen en nuestras tierras esperando el momento justo para atacarnos. Creo que necesitáis mis tropas en la ciudad o en sus alrededores —consideró Darlak. En ese momento, el caballero dirigió la mirada hacia el fondo para formular una pregunta a otro de los presentes— ¿Narel, se sabe algo de los exploradores?
—Regresaron hace poco, capitán —respondió el soldado, que era dirigente del regimiento de elfos de la compañía de Darlak—. Y no traen buenas noticias. Hay indicios de que los sobrevivientes de las tropas de Tet Wup siguen en nuestras tierras pues han instalado campamentos en el bosque. Posiblemente se estén replegando.
—No hay duda – dijo Darlak —No pasara mucho tiempo hasta que vuelvan a asediar la capital y no podemos permitirlo.
—Si nos vuelven a atacar, les volveremos a vencer —aseguró Irunen, visiblemente incómodo—. Organizaremos una buena defensa.
—No tengo tan clara una victoria en ese caso – habló entonces Caragan, dirigente del regimiento de hombres y enanos de la compañía de Darlak—. Aunque no veo buena táctica esperar aquí sentados mientras ellos planean un nuevo ataque.
—¿Qué propones, Caragan? —preguntó Darlak
—Señores, mi propuesta es simple: atacarles antes de que decidan volver a la ciudad. La emboscada es una de las mejores armas, dicen.

En una calurosa y húmeda mañana una sigilosa compañía salió de las puertas de Nailis para viajar hacia el norte. Estaba liderada por Annamel, y por Darlak Marbail, capitán de las fuerzas defensivas de Nailis.
La guerra estaba por llegar, y no pasaría mucho tiempo para que la compañía enemiga fuera localizada. Quizás el intentar ahuyentar a las tropas de Tet Wup de las cercanías de Nailis se tratase de un ataque prematuro pero eso era lo que se había decidido, propiciar la batalla antes de que se trasladase golosa hacia la ciudad. Así, llegaron a mediodía al interior del bosque y allí decidieron esperar al ejército enemigo ya que había decidido salir a recibirles.
El capitán, ataviado con unos pantalones de cuero marrón y una gran cota de malla de aros engarzados de acero y girion sobre una camisa también marrón, esperaba impaciente al frente de sus hombres. A su lado, Annamel, vestida como una amazona, mantenía la serenidad y la templanza. Iba engalanada con pantalones blancos de bordados de oro y plata que encarnaban la figura de dos serpientes enroscadas de cuyas bocas salían dos cadenas de girion hilvanadas. Encima llevaba una camisa blanca también escotada hasta el ombligo y ajustada que vislumbraba cada curva voluptuosa de su cuerpo. Sobre los hombros le pendían dos broches unidos por una cadena y de los que colgaba un precioso manto de seda blanca transparente que parecía estar estampada con el brillo diamantino de las estrellas en una noche clara de verano. Sus cabellos ondulados estaban recogidos en una red de pequeñas perlas e hilos blancos y finos como los de una perfecta telaraña.
Mientras aguardaban la llegada del ejército enemigo, tomó con su mano derecha el collar que Igalin le regaló la noche en que su amor rindió a sus pies. Eso le hizo sentir la presencia de su esposo en su interior. Una sonrisa se le escapó al pensar que él estaba con ella y sintió el ánimo y el coraje que ya antes la abordaran en las anteriores batallas en las que había participado.
Finalmente llegó el ejército de Tet Wup y Darlak lo tenía todo concienzudamente planeado. Por una orden suya los arqueros que estaban apostados en los alrededores los recibieron con una primera lluvia de saetas. Como respuesta, el ejército enemigo se lanzó hacía ellos.
A una primera señal de Darlak, el primer batallón se lanzó por el flanco sur contra la compañía de Tet Wup. Y sucedió que, cuando Darlak iba a dar la segunda señal, un flanco enemigo apareció de repente por el lado izquierdo. Aquella repentina entrada se cobró con un número de víctimas increíblemente grande del bando aliado. Por cada enemigo muerto tres aliados caían y aquella batalla se empezaba a convertir en una auténtica masacre para las fuerzas de Darlak y Annamel. Los azotes de las espadas impactaban contra el pecho de unos y otros y atravesaban los corazones de los padres de familia, de los enamorados a punto de desposarse y de los corazones más aventureros.

Kelthist, ante el número tan elevado de bajas, contraatacó con tal impulso que las fuerzas se igualaron.
Darlak, alzando su espada hacia el cielo intentó hacerse con el control de la situación. Con su caballo empezó a avanzar entre los cuerpos caídos al tiempo que la hoja negra que llevaba con él no dejaba de sesgar cuellos y cortar brazos.
Y sucedió que la espada con absoluto fervor y fiereza, consiguió sesgar la vida de un corpulento hombre de piel negra. Pero el impulso que procuró el hombre de piel negra hizo que Darlak fuera abatido de su caballo. Y cayó al suelo junto al cuerpo moribundo de su víctima que le susurró al oído sus últimas palabras.
—Esa espada tuya… esa arma de negra hoja estuvo poseída durante tiempo por una maldición, por un hechizo negro y amargo… mi última voluntad es que ese hechizo amargo renazca hoy para tu infortunio…
Turbado por esas palabras, Darlak se levantó del suelo y vio entonces que la batalla estaba bastante equilibrada. Y dio entonces una tercera señal. Así fue cómo, tras el disparo de una saeta prendida en llamas, entró en juego el último batallón a cuya cabeza cabalgaba Annamel, ataviada ya con su coraza y disparando flechas certeras por doquier. Descabalgó a Umbar y le ordenó alejarse de la zona de batalla por si luego le necesitaba.
Annamel desenvainó su espada y, asiéndola con la mano derecha, comenzó a descargar con furia golpes sucesivos que la sumieron en una danza de muerte y la sangre comenzó a empapar sus prendas. Los soldados más valientes vieron en aquella muchacha una buena recompensa de guerra y su escotada camisa bajo el girion hacía que el deseo ardiera aún más en ellos pero nunca podrían haberla tomado pues en aquella batalla estaba destinada que la dama Annamel destacase por encima de todos los guerreros.
Un grupo de cinco humanos altos y de cabellos largos, oscuros y complexión corpulenta se lanzaron sobre ella para tomarla pero cuando se abalanzaron chocaron unos con otros pues la dama había desaparecido. De repente, sobre la copa de un árbol posada en una rama y con la espada empuñada y apuntándoles a ellos, emitió un terrible grito de guerra y la guerrera durmiente despertó. Cogió la espada a modo de jabalina y lanzándola hizo que ésta atravesase la garganta de uno de los soldados que querían poner sus sucias manos sobre ella. Y, tras un segundo grito, saltó en el aire y una terrible confusión cegó un instante a todos los allí presentes y las ropas de la dama cayeron al suelo. Y desapareció, y en las alturas se escuchó la terrible amenaza de una enorme águila de afiladas garras que descendía amenazante contra los cuatro restantes…segundos después, sus cabezas caían al suelo. El águila volando al ras del suelo continuó asestando desgarradoras heridas y, sobrevolando el suelo, tomó la ropa caída sobre el suelo y empapada en sangre. Alzó el vuelo hasta que llegó un momento que, tan arriba estaba, que el sol cegaba a quien miraba. Segundos después cayó Annamel, vestida, mientras los símbolos de su linaje brillaban intensamente sobre su cuerpo.
La batalla continuaba pero no consiguió avistar a Darlak entre el remolino de desgaste y desazón. Se preguntó donde se encontraría. Desanimada, pudo comprobar que las fuerzas de Nailis retrocedían ante el último esfuerzo de los enemigos, que estaba resultando muy efectivo. Entre la mermada compañía de Nailis se notaba el cansancio por una batalla que estaba resultando complicada y que no había acaecido como se esperaba.
Y sucedió entonces que su mirada encontró a Darlak en el mismo momento en el que un enemigo le acababa de atravesar el estómago con una lanza. Darlak sujetó con una mano la lanza y la partió en dos al tiempo que con la otra mano aprovechó que su enemigo había bajado la guardia al pensar que había acabado con él y le mató con su espada. Sin embargo, la herida había sido muy profunda y el capitán cayó al suelo. Un lamento surgió entonces de la garganta de Annamel.

—¡Caragan, Narel! ¡Darlak ha caído! ¡Esta batalla lamentablemente la hemos perdido! Ordenad rápidamente la retirada – gritó Annamel al tiempo que su cuerpo volvía a transformarse en águila para volar hacia el cuerpo moribundo de Darlak. Lo tomó con sus garras y alzó el vuelo, alejándose de allí. En las alturas, y mientras el sol se ponía en el oeste del Bosque Rojo, Annamel pudo contemplar desconsolada el asolado campo de batalla.






© Susana Ocariz y Sergio Sánchez Azor. (Reservados todos los derechos).

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